Las muertes de mujeres a manos de sus parejas o exparejas continúan imparables. Al finalizar julio, el año acumula 35 feminicidios, puntas del iceberg de una violencia de género que todavía no encuentra respuestas institucionales eficaces.
Convertidos en mera estadística, los feminicidios son ingredientes discursivos. En su rendición de cuentas en febrero de este año, el presidente Luis Abinader presentó como un logro la reducción en un 20 % de esta expresión extrema de la violencia de género durante su primer mandato. Las cifras comparadas le dan la razón, pero eso no basta. Más aún, la baja no necesariamente puede atribuirse de manera exclusiva o preponderante a acciones del Gobierno, este o cualquier otro.
En la combinación de factores que sí la explicarían, está enfrentar una cultura que propende a la violencia y que tiene a las mujeres como principales víctimas. De ahí que, para contextuar de manera adecuada el drama de los feminicidios, deba recurrirse igualmente a las estadísticas sobre violencia de género y la violencia intrafamiliar.
Las denuncias acumuladas por ambos tipos de violencia son indicativas del mar de fondo: 31,908. De estas, 10,253 corresponden a violencia de género física y verbal; 1,043 a agresión sexual; 583 a violación sexual; 438 a acoso sexual y 257, a incesto. El resto de las denuncias se reparten entre la violencia intrafamiliar, violencia patrimonial, seducción de menores y exhibicionismo.
Son estas violencias el caldo de cultivo de la siega de vidas de mujeres de todas las edades. Violencias que permanecen incorporadas a nuestras realidades personales y sociales como si pertenecieran al orden natural de las cosas.